Requería cien sesiones de trabajo
para una naturaleza muerta, ciento cincuenta sesiones
de pose para un retrato. Lo que solemos
llamar su obra no era para él sino el
ensayo y la aproximación de su pintura.
Maurice Merleau-Ponty, La duda de Cézanne
Lo que sorprende en las obras recientes de Pedro Diego Alvarado es su carácter serial y el tipo de encuadre utilizado. Conocí a Pedro, hace muchos años, antes de que él viajara por primera vez a Europa, recién egresado de la Escuela de Bellas Artes. Aunque había realizado estudios de pintura, me decía estar considerando dedicarse a la fotografía.
No sé si lo pensaría en serio, pero resulta significativo que, cuando regresé a París y Pedro Diego se había instalado en un cuarto de servicio junto al mío mientras yo estudiaba filosofía, él haya establecido contacto con Henri Cartier-Bresson. Éste, pese a que no determinó su vocación de pintor, sí lo confirmó en esta vía.
Si bien Cartier-Bresson se había iniciado en la pintura y el dibujo, fue con la fotografía que alcanzó el mayor rigor en la composición geométrica que habría de caracterizar su arte. Cuando Pedro lo conoció, Cartier-Bresson había vuelto hacía poco al dibujo; de su exigencia en el resultado, el equilibrio y la organización de las formas, mi amigo mexicano, que contaba entonces con veintidós años de edad, supo sacar el mejor partido al trabajar a su lado.
Curiosamente, es apenas en los últimos años que ese rigor del que supo heredar, aunque siempre presente en su trabajo, se vuelve más evidente en estas pinturas de frutas y de cítricos captados de manera extremadamente apretada y que saturan el lienzo al límite de la abstracción.
Por lo demás, el hecho de usar la imagen fotográfica además del dibujo, aquella manera de componer a partir de la lente, son probablemente responsables de este efecto. Porque cortar tan nítidamente un tema al borde del marco, y proceder por planos en close-up, una técnica bastante reciente en su caso, confiere una gran modernidad a temas tan tradicionales como el de unas frutas reunidas cual naturalezas muertas. Aquí, cada cuadro es a la vez un todo y un detalle, un trozo privilegiado que se basta perfectamente a sí mismo, un fragmento en el sentido romántico, o una pars totalis.
A esa imposición del marco se aúna una uniformización de los fondos que, aunque muy trabajados, no pretenden dar la impresión de fondos reales. Lo que extraña, en suma, es la omnipresencia del referente que corre parejo con el sentimiento de su pérdida casi total. Ya no son frutas sino ideas de frutas, ideas pintadas, si se quiere, ideas hechas pintura. Recuerdo a Pedro Diego hablándome de la extraordinaria síntesis de formas de una vasija precolombina de Colima en forma de perro que descubrí maravillado, gracias a él, durante mi primer viaje a México.
Esa síntesis, él mismo la extremó hasta restituir objetos en cuya realidad no creemos del todo, porque son captados en su dimensión más esencial, de modo que retomar el motivo nos resulta tan necesario como cuando tienen que repetirnos una y otra vez una verdad tan evidente que no logramos asimilarla.
Y es que, en efecto, la repetición es el tercer elemento que caracteriza, a mi juicio, esta nueva aproximación, y que hace de la anterior exposición, "Geometría quieta", un casi discurso del método. Sin embargo, en este nuevo conjunto Pedro Diego ensaya motivos quizá más unitarios y que engloban, como los cactus y las cuencas de plátanos, aunque las obras de relieves en piedra sigan siendo una serie diferente.
El motivo arborescente o en racimos permite un conjunto de derivaciones o variaciones de formas, de valores y de tonos que otorga a sus cuadros un color altamente musical, como si el paso de la mirada en los tubos de órganos, las calabazas huecas o las duelas de madera produjera un sonido que compusiera una polifonía coloreada. Esos motivos reiterados dan por resultado potentes efectos de variaciones que otorgan a cada elemento algunas de las cualidades que pertenecen a los demás, como una especie de combinación visual: la cáscara de los plátanos se oscurece en el fondo del cuadro que se vuelve embetunado en algunas partes, al tiempo que se ilumina con ese estallido amarillo que da ritmo al conjunto y lo hace vibrar en el vasto rectángulo de la tela. A su vez, los candelabros y sus nudos poderosos que imprimen un ritmo vertical y oblicuo al cuadro, producen una variación interna que enriquece la repetición formal con una reiteración continuamente renovada.
Con los motivos esculpidos se transita de la casi abstracción - el detalle de un muro de Mitla - a la más sensual figuración - el beso de piedra de uno de los templos de Khajuraho en la India -, pasando por un régimen de desfiguración que compone un sistema de manchas y de colores que evoca el expresionismo y la manera de Grünewald en la obra "Crucificción", que ha sufrido las ofensas del tiempo cual un cuerpo flagelado, torcido, vaciado y devastado por el sol, el viento y el agua. Las sombras azuladas acentúan su carácter fantasmal tanto como su formidable materialidad.
Si bien hacia la izquierda se adivina el cuerpo de María soportado por Magdalena, a la derecha del crucificado los cuerpos decapitados se recomponen de manera fantástica; las cabezas aparentan retoñar como excrecencias de carne en la extremidad de un hombro, los torsos disputándose confusamente los pares de piernas que parecen pertenecerles como si lucharan contra la petrificación general que se apodera de todas las formas y tiende a disolverlas. En cuanto al Cristo, se ha reducido a una tela que pende, un jirón de carne endurecido, ahuecado con cincel y gubia, y cuya piel forma los pliegues de lo que semeja un paño y no es sino el cuero de un cuerpo en suplicio.
Esta obra incomoda tanto que resulta extraña; contrasta con el ritmo potente y a la vez ligero que emana del relieve de albañilería de Mitla. Es sin embargo un trabajo singular y muy inspirado en su materia misma, que sabe dar a lo derrelicto y al sentimiento de abandono el sentido de una elevación que cualquiera consideraría espiritual, pero que yo atribuiría esencialmente al arte mismo.
Le tout et le détail
Gilles A. Tiberghien
Il lui fallait cent séances de travail
pour une nature morte, cent cinquante séances
de pose pour un portrait. Ce que nous
appelons son œuvre n'était pour lui
que l'essai et l'approche de sa peinture.
Maurice Merleau-Ponty, Le doute de Cézanne
Ce qui frappe dans les œuvres récentes de Pedro Diego Alvarado, c'est leur caractère sériel et le type de cadrage utilisé. Lorsque j'ai connu Pedro il y a bien longtemps avant qu'il ne fasse son premier voyage en Europe, il me disait hésiter - alors tout juste sorti Beaux-Arts , et bien qu'ayant fait des études de peinture - à devenir photographe.
Je ne sais s'il y songeait sérieusement mais il est significatif que, juste après mon retour à Paris Pedro Diego, qui était venu s'installer dans une chambre de bonne à côté de la mienne alors que j'étudiais la philosophie, ait cherché à prendre contact avec Henri Cartier-Bresson qui, sans déterminer sa vocation de peintre, le confirma néanmoins dans cette voie.
Si Cartier-Bresson s'était d‚abord essayé à la peinture et au dessin, c'est avec la photographie qu'il réalisa au plus haut degré la rigueur dans la composition géométrique qui devait caractériser son art. Revenu au dessin depuis peu, au moment où Pedro le rencontra, il montrait une exigence dans le rendu, l'équilibre et l'organisation des formes dont mon ami mexicain, âgé alors de vingt-deux an su tirer le meilleur parti en travaillant à ses côtés.
Curieusement c'est seulement depuis ces dernières années que cette rigueur dont il a su hériter, bien que toujours présente dans son travail, me semble la mieux mise en évidence à travers ces peintures de fruits et d'agrumes saisis de façon extrêmement resserrée et qui saturent la toile à la limite de l'abstraction.
Or l'usage de l'image photographique en plus du dessin, cette façon de composer d'abord à travers le viseur, est sans doute responsable de cet effet. Car couper ainsi net un sujet au bord du cadre, et procéder par plans rapprochés, technique assez récente chez lui, donne une très grande modernité à des sujets aussi traditionnels que des fruits assemblés comme des natures mortes. Ici chaque tableau est à la fois un tout et un détail, un morceau privilégié qui se suffit parfaitement à lui-même, un fragment au sens romantique, ou une pars totalis.
A cette imposition du cadre s'ajoute une uniformisation des fonds qui, quoique très travaillé ne cherchent pas à donner l'impression de fonds réels. Ce qui trouble en somme c'est l'omniprésence du référent qui va de pair avec le sentiment de sa perte quasi totale. Ce ne sont plus des fruits mais des idées de fruit, des idées peintes si l'on veut, des idées faites peinture. Je me souviens de Pedro Diego me parlant de l'extraordinaire synthèse de formes réalisé par tel vase précolombien de Colima à forme de chien que je découvrais grâce à lui avec émerveillement lors de mon premier voyage au Mexique.
Cette synthèse il l'a poussée lui-même jusqu'à nous restituer des objets à la réalité desquels on ne croit pas tout à fait parce qu'il sont saisis dans leur dimension la plus essentielle de sorte que la reprise du motif nous en est rendu nécessaire comme lorsque l'on éprouve le besoin de se faire redire plusieurs fois une vérité tellement évidente que nous ne parvenons pas à l'assimiler.
C'est que la répétition, en effet, est le troisième élément qui caractérise me semble-t-il cette nouvelle approche et qui fait de la précédente exposition Geometria quieta un quasi discours de la méthode. Pourtant avec ce nouvel ensemble, Pedro Diego s'essaye à des motifs peut-être plus unitaires ou englobant comme les cactus et les régimes de banane, les tableaux des reliefs en pierre représentant un type à part.
Le motif arborescent ou en grappe permet en effet un ensemble dedérivations ou de variation de forme de valeurs et de tons qui donne à ces tableaux une couleur hautement musicale comme si le passage du regard constituait autant de touches sur des tuyaux d'orgue, des calebasses creuses ou des lattis de bois qui, à chaque fois produiraient un son composant avec les autres une polyphonie colorée. De ces motifs répétés résultent de puissants effets de variations qui donnent à chaque élément certaines des qualités qui appartiennent aux autre comme par une sorte de contamination visuelle : la peau des bananes s'obscurcit dans le fond du tableau qui devient bitumeux par place tandis qu'elle s'éclaire en même temps de cet éclat jaune qui rythme l'ensemble et le fait vibrer dans le vaste rectangle de la toile. De même les candélabres et leurs nœuds puissants qui rythment verticalement et obliquement le tableau produisent une variation interne qui enrichit la répétition formelle d'une différence sans cesse renouvelée.
Avec les motifs sculptés on va de la quasi abstraction - le détail d'un mur de Mitla - à la figuration la plus sensuelle - le baiser de pierre d'un des temples de Khajuraho en Inde - en passant par un régime de défiguration qui compose un système de taches et de couleurs évoquant l‚expressionnisme et la manière de Grünewald dans le tableu "Crucifixion" qui a souffert les injures du temps comme un corps flagellé, tordu, évidé et dévasté par le soleil, le vent et l'eau. Les ombres bleutés en accentuent le caractère fantomatique et tout à la fois la formidable matérialité.
Si à gauche on devine le corps de Marie supporté par Madeleine, à droite du crucifié les corps décapités se recomposent de façon fantastique, les têtes semblant bourgeonner comme des excroissances de chair au bout d'une épaule, les torses se disputant confusément les paires de jambes qui semblent leur appartenir comme pour lutter contre la pétrification générale qui s'empare de toutes les formes et tend à les dissoudre. Quand au Christ il s'est réduit à une étoffe qui pend, un lambeau de chair durci, creusé au ciseau et à la gouge et dont la peau forme les plis de ce que l'on croit être un linge qui n'est que le cuir d'un corps supplicié.
Cette œuvre est troublante, tant elle met mal à l'aise, contrastant ainsi avec le rythme puissant et à la fois léger qui se dégage du relief maçonné des pierres de Mitla. C'est pourtant un travail singulier et très inspiré par son matériau même qui sait donner à la déréliction et au sentiment d'abandon le sens d'une élévation que d'aucun jugeront spirituelle mais que j'attribuerais essentiellement pour ma part à l'art lui-même.
Nopal Teotihuacano, 2001, óleo sobre lino 244 x 122 cms
Candelabro Oaxaqueño I, 2001, óleo sobre lino 114 x 154 cms
Candelabro Oaxaqueño II, 2001, óleo sobre lino 114 x 154 cms
Candelabro Oaxaqueño III, 2001, óleo sobre lino 114 x 154 cms
Candelabro Oaxaqueño Vertical, 2001, óleo sobre lino 114 x 194 cms
Nopales viejos II, 2001, óleo sobre lino 112 x 162 cms
Magueyes Teotihuacanos, 2001, óleo sobre lino 65 x 244 cms
Plátanos machos verdes y maduros, 2001, óleo sobre lino 114 x 156 cms
Plátanos machos, 2001, óleo sobre lino 114 x 156 cms
Mitla, 2001, óleo sobre lino 114 x 154 cms
Espíritu y materia, 2001, óleo sobre lino 151 x 114 cms