En una antigua construcción que forma la esquina de las calles 2 sur y 9 oriente en el centro histórico poblano, se edifica lo que será el Museo Amparo Rugarcía, de arte colonial y prehispánico. El Museo es posible gracias a las aportaciones de la fundación Mary Street Jenkins y se piensa que para antes de que concluya el presente año quede abierto al público.
En el museo se trabaja febril y sostenidamente desde hace tiempo. En su interior, artesanos de variada especialidad hacen terminados a lo que serán las diversas salas y espacios del lugar. En lo que será el vestíbulo, se trabaja, igual de sostenido, en una obra particular: una pintura mural que corre a cargo del artista Pedro Diego Alvarado.
Frente a los 12.20 por 4.88 metros de superficie curva en la que Alvarado traza y colorea, se desparrama el particular universo de objetos que hacen la vida diaria del pintor. Polvorientos y todo, pues la construcción del museo está en proceso, se apilan en un rincón los volúmenes de imprescindible consulta: Materiales y técnicas del Arte, de Ralph Mayer; México Barroco, de Tovar y de Teresa; el Renacimiento del muralismo mexicano, de Jean Charlot; Los murales de Diego Rivera en la SEP, edición de la misma secretaría, y Los cuarenta siglos de Plástica Mexicana.
Más acá, el laboratorio del gitano, efluvios y esencias de nombres crípticos y olvidados: azul de Villama; Verde de vejiga, blanco de titanio, ocre de oro, Amarillo de Nápoles, carmesí de alizarina, rojo de Venecia, azul de Prusia, azul de cadmio, en fin.
Con ese bagaje y su propio conocimiento y estudios, Pedro Diego Alvarado ha emprendido una aventura cósmica que ya encontró pared en Puebla.
Por sobre el valle poblano -una visión panorámica- se tejen la historia verdadera (España, conquista e influencia), la historia mítica (los ángeles que fundaron la ciudad), la geografía (los inamovibles volcanes), las pulsiones contemporáneas (el avance tecnológico, los potentes ojos del hombre moderno) y el ritmo de la evolución. El mural que todavía no tiene nombre y que esta terminado en un 70 por ciento, exhibe, como todo mural que se respete, pretensiones abarcadoras, didácticas, aleccionadoras, totales. Su autor explica:
El primer acercamiento al mural plantea la idea de evolución, de la evolución del pensamiento y la ciencia mexicana. Por eso los signos que se confunden: Tlaloc y el inframundo, la piedra del Sol; los españoles católicos y su estética. Las diversas y aun opuestas concepciones de la vida, su encuentro y fusión: la Virgen de Guadalupe, lo mismo imagen de culto que estandarte guerrero. La transformación de nuestro país descansa sobre esos pilares: las herencias prehispánica y española. Ya no somos -enfatiza Pedro Diego Alvarado- ni lo uno ni lo otro; somos el hombre universal del que hablaba Vasconcelos. Tal se ilustra en esta obra.
Pedro Diego toma vuelo. Quiere definir en detalle pero salta a la vista que su última explicación está puesta en la pared. El se pone en el difícil trance de explicar lo que los ojos miran. Joven y un tanto nervioso, repasa capítulo de la historia nacional para que quede claro que su obra es homenaje y propuesta: repasa historia y plantea la idea de la necesaria vuelta al humanismo, "un humanismo nuevo una visión distinta de la vida".
A los 34 años, Pedro Diego Alvarado no sólo pinta sino que también ha realizado estudios de Física en la facultad de Ciencias de la UNAM. Aunque no los ha concluido, es notorio que esos estudios le han proporcionado a su visión de pintor y a su acercamiento cosmogónico a la pintura mural. Habla de como el hombre se ha apartado del respeto a otros hombres, del respeto a la naturaleza, a su propio mundo y dice, "ese es el llamado de alerta; debemos hallar un nuevo humanismo que descanse sobre las posibilidades técnicas que el hombre ha alcanzado, un humanismo que proceda de la ciencia pero que también rescate el legado cultural, histórico de sus antepasados". Pedro Diego habla enfático, casi emocionado; trae a colación la muerte de las supernovas, nuestra membresía en el cosmos; la maravilla del hombre... De repente parece que ya no habla y que con sus pinceles dispone sobre el pizarrón mural la ilustración de sus conclusiones en una cátedra breve y espontánea de historia de México, astronomía y filosofía.
Devoto de Puebla. Pedro Diego hace buena aquella sentencia de Fray Juan Villa Sánchez que decía: No habrá nación ni gente tan peregrina en el mundo, a cuya noticia no haya llegado la fama de Puebla de Los Ángeles, aplaudida y famosa en los Anales, celebrada en las historias, delineada en los mapas, copiadas en pinturas y notada de todos los geógrafos en sus tablas(...)
Esa devoción y respeto están presentes en el mural del que proporción esencial es la referente a la fundación de la ciudad y justo es la parte apenas esbozada: los ángeles que soño Fray Julián de Garcés midiendo el campo con cordel de alarifes. Desde allí se despliega el sueño hecho realidad: el valle poblano, sus cercanías más importantes con la cultura prehispánica: Huejotzingo, Teotihuacán, todo bajo la bóveda inmensa y celeste del tiempo.
Al justificar el por qué de pintar un mural, Pedro Diego se refiere a que es la forma plástica que mejor expresa mensajes como el que pretende y aunque ésta es la primera ocasión en que ataca una obra de tales dimensiones, se sabe probado y conocedor de la misma. Sin duda que en este aspecto le ayudan algo sus herencias artísticas y sanguíneas.
Poco le gusta a Pedro Diego hablar de que sus abuelos fueron, por un lado, Diego Rivera y Lupe Marín y, por otro, Carlos Alvarado Lang, aunque exhibe un moderado orgullo cuando los menciona.
En ocasiones la herencia suele ser carga pesada: cuando se libra ese lapso, acontece un fenómeno menos más auténtico: el reconocimiento de un valor personal y específico de los herederos. "Una vez -cuenta Pedro Diego- Raquel Tibol me dijo: ya no pintes como Diego Rivera..." Y que la invito a cenar, recuerda gustoso. "Imagínate, pintar como Diego no es cualquier cosa". Y subraya otro aspecto; cualquier artista es producto de su tiempo y a él se le debe. A Diego Rivera le tocó vivir una época maravillosa, vital, a mí, otra totalmente distinta: mi búsqueda es otra y mi percepción es diferente porque mi sociedad es también distinta.
En esa conciencia de su tiempo y en la necesidad de rescatar y revalorizar las raíces propias, Pedro Diego Alvarado radica su opción técnica para pintar el mural que realiza. Como recordando a otro de sus antepasados, el grabador Carlos Alvarado Lang, (correctísimo, prolijo y delicado cultivador de las técnicas tradicionales para la estampación" según Raquel Tibol), Pedro Diego se ha remontado hasta el reconocimiento de la técnica veneciana con la que pinta su obra sobre Puebla.
Esta técnica, indica, data del siglo XIV y se basa en las propiedades de la lecitina contenida en el huevo de la gallina. Pedro Diego, fiel a su información científica, adicta otro intensísimo curso de bolsillo sobre química: el huevo, su proteina, admite una molécula de agua y una de aceite, produciendo así una sustancia dócil, efectiva y duradera para pintar que proporciona una posibilidad distinta de brillos, matices y texturas. Eso descubrieron los venecianos antiguos.
En realidad esta técnica veneciana hizo posible lo imposible: mezclar el agua con el aceite, y fué un descubrimiento esencial para el arte pictóirico. Empero la ciencia también avanzó y la hizo hasta los tubos de óleo, practiquísimos y accesibles. Desconfianza y frustración causan los tubos en Pedro Diego: como todo, dice, los tubos de óleo ya no son lo que eran. Contienen excesivas cantidades de conservadores y otras sustancias que han disminuido su calidad. En su auge -acota- fueron una revolución. Picasso tomaba un tubo y hacía una obra de arte. Pero ahora es mejor volver a la antigua escuela.
La elección de Pedro Diego explica tanto libro técnico sobre color a la témpera, tantos huevos sobre platitos y tantos polvitos de colores con que el estudio ha sido "adornado" y que, a su vez, ilustra lo que es una vocación por el arte, por el cultivo del oficio de pintor, por el desentierro de una herencia práctica que merece mejores destinos. Tal es el pensamiento de Pedro Diego Alvarado que día tras día vuelve al andamio, enfundado en una chaqueta parecidísima a una que usaba su abuelo Diego y con un paliacate rojo al cuello que probablemente sea un secreto homenaje o pura coincidencia, y con los que se cobija, desde hace siete meses en que se trepó a plasmar, en gran formato, el sueño de la Puebla antigua y la esperanza del hombre de nuestro tiempo.