En los años primigenios del arte moderno, cuando Braque y Picasso -después de Cézanne- emprendieron un análisis pormenorizado de los componentes del espacio pictórico, utilizaron la naturaleza muerta como un medio de investigación. Tal vez porque, al pintar objetos insignificantes, lograban cierta objetividad con respecto a la obra, que ni el retrato, ni el desnudo, ni las scenes-de-genre les hubiera dado. La naturaleza muerta, como una suerte de crisol, instrumento de laboratorio, se ofrecía como espacio pictórico puro. Luego, con el creciente auge de las abstracciones liricas, con el triunfo de los expresionismos gestuales y de las introspecciones plásticas, este género quedo relegado al limbo.
Sin embargo, la naturaleza muerta no ha muerto: cambió de caracter, sin duda: dejó de ser descripción melancólica de la Naturaleza para convertirse en visión exaltada, cargada de sentimientos personales.
Pedro Diego Alvarado retoma la naturaleza muerta en el momento en que Cézanne la dejó y, olvidándose de las búsquedas divergentes, del arte actual, busca recuperar, con estos "bodegones" y con estas visiones íntimas de su propio taller, la fuerza del acto de pintar. Por supuesto, sus cuadros, estrictamente compuestos, son anacrónicos aunque presentan rasgos en extremo modernos (los cortes laterales de los lienzos recargados contra la pared, por ejemplo, que contrastan con las composiciones frontales, más tradicionals, de los "bodegones"). Sin embargo, con su habilidad en el dibujo que lo diferencía de todos los expontaneistas actuales, Alvarado logra crear obras sugestivas en tono menor.