Han pasado varios años desde que Pedro Diego Alvarado presentó por última vez su obra al público. Esto ocurrió en la Galería de Arte Mexicano, en 1995, fecha en que el pintor, por circunstancias diversas y por gajes de este oficio, decidió volar con sus propias alas. Mi amistad con Pedro Diego data de aquella época, cuando se propuso, no sin dificultades, promoverse por su cuenta y armar una exposición retrospectiva de su obra en el extranjero. En todo caso, esta experiencia me permitió visitar su taller en repetidas ocasiones, conocer su pintura y reflexionar sobre su manera de trabajar.
La obra de Pedro Diego Alvarado es muy disfrutable. Cosa que, en los tiempos que corren, puede considerarse contraproducente. No cabe duda que sus bodegones y naturalezas muertas son decorativos, a tal grado que pueden percibirse como una provocación. ¿Quién, actualmente, se atreve a dedicarse a este género caído en desuso? Es más: ¿quién puede hoy jactarse de seguir practicando la pintura, de la cual se anuncia la muerte inminente, y a la cual se sigue tolerando con la condición de que se sustente en una propuesta conceptual? A Pedro Diego no parecen afectarle estos debates que sacuden al arte contemporáneo, alimentados periódicamente por sus protagonistas (artistas visuales, críticos, galeros, curadores). Aislado, al margen de las discusiones y los cuestionamientos de fondo, Pedro Diego continúa su labor cotidiana en un taller que mandó construir en la azotea de su casa de dos pisos en la colonia Roma, como para refrendar con este apartamiento el deseo de mantenerse ajeno al bullicio para dedicarse a lo que realmente le importa: su oficio de pintor.
¿En qué consiste lo tradicional en la obra de Pedro Diego Alvarado? Principalmente, en su estilo naturalista. Los temas que lo han atrapado desde que empezó a pintar, en 1974, son las naturalezas muertas, los bodegones, los paisajes y algunos retratos. Para él, las granadas, cebollas y pitahayas, los plátanos y los jitomates, son, además de objetos bellos, sabrosos y carnosos, que poseen connotaciones eróticas y hedonistas claras, motivos plásticos que invitan a un ejercicio constante del dibujo, a una búsqueda formal que, si para unos se confina en lo convencional, en este caso reivindica un regreso a la línea que, ese sí, nunca resultará anticuado.
La trayectoria de Pedro Diego Alvarado delata una lucha obstinada por dominar el oficio. Formado en la Escuela Nacional de Pintura, Escultura y Grabado "La Esmeralda" y en la Academia de San Carlos, Pedro Diego viajó a París para proseguir sus estudios en l' École des Beaux Arts. Su aprendizaje más valioso, sin embargo, se desarrolló en el contacto directo con artistas profesionales. Se unió al grupo del fotógrafo francés Henri Cartier-Bresson quien acostumbraba ir con diversos pintores a dibujar al jardín botánico, a dos pasos del Luxemburgo y del barrio latino. Ricardo Martínez, a su vez, lo introdujo a la práctica de la pintura al óleo, invitándolo generosamente a trabajar en su taller en 1983. En 1994, en Londres, Pedro Diego fue asistente del nicaraguense Armando Morales, maestro de la técnica pictórica quien le transmitió la pasión por los artificios pictóricos. Y, en México, fue alumno de Gilberto Aceves Navarro y Vlady, entre otros. Por el lado de su familia, el legado resultó pesado: no debe ser fácil ser nieto de Diego Rivera, sobre todo cuando uno hace sus pininos y debe enfrentar el juicio y los prejuicios del mundillo del arte. La crítica, sin embargo, lo ha valorado con lucidez. Raquel Tibol subrayó en 1995 su "deseado y cultivado apego a ciertas maneras del estilo riveriano, despreocupado de anacronismos o calendarios estilísticos" y reconoció la influencia positiva de Morales en aquella "cocina artística muy compleja y esencialmente pictórica, que hace emerger en el joven mexicano energías creativas en todo lo referente a luz, color, atmósfera, distancias" (Proceso, núm. 995, 27 de noviembre de 1995).
Ahora bien, la obra reciente de Pedro Diego Alvarado acusa ciertas variantes que dejan prever una posible (y necesaria) evolución y una apertura hacia otros espacios de búsqueda y, por qué no, de experimentación formal. El año pasado, el autor elaboró un cuadro de muy gran formato, titulado Puesto de verduras y frutas II, con el fin de responder al encargo de un coleccionista particular. Esta comisión le significó tal esfuerzo, dadas las medidas de la pieza y el grado de elaboración que exigió su composición (inspirada sin duda en la famosa Vendedora de frutas que pintó Olga Costa en 1951, y que se conserva en el acervo del Museo de Arte Moderno), que el autor cayó en la cuenta de que la propia obra contenía infinidad de cuadros en sí. Decidió "sacarle jugo" y, al operar fragmentaciones y recortes imaginarios en su superficie, se percató de que esa propuesta improvisada generaba soluciones nuevas y fecundas desde el punto de vista semántico y formal. Por supuesto, era imposible limitarse a copiar los diferentes planos que integraban el cuadro original y reproducirlos por separado, como simples detalles. Había, en primer lugar, que encontrar otra escala, nuevos encuadres. El pequeño formato llevó al autor a "recortar" la imagen, como si se tratara de un close up, un acercamiento que no privilegiara tanto el objeto en sí (una fruta, una verdura) como el juego de perspectivas y el diálogo de líneas que su elaboración en el lienzo suscita. Creo distinguir tres maneras generales de abordar, en el trabajo reciente de Pedro Diego Alvarado, la naturaleza muerta: la oposición círculo-cuadrado; la saturación del espacio pictórico con estructuras divergentes; y la geometrización orientada hacia la abstracción.
De este modo, un par de sandías, por ejemplo, se ubican en la tela según un orden perpendicular, y ven sus extremidades mutiladas por la línea recta del marco. En otro cuadro, cuatro huacales llaman la mirada, no por su contenido apetitoso (naranjas verdes, mangos, duraznos) sino por la lógica arbitraria que preside a su organización y que favorece los ángulos rectos, como si la intención geométrica matizara la carga sensual de la fruta, el derroche de colores y de texturas sensibles. Esta valoración de la línea por encima del volumen hace derivar poco a poco la composición hacia el diseño. En otro más de sus cuadros, la vertical marcada por un apilamiento de toronjas se contrapone a las horizontales de hileras de naranjas superpuestas a conglomerados de calabazas. Los elementos invaden la tela sin dejar espacio vacío, la composición se aprieta más y más, se concentra literalmente en estructuras cerradas de círculos versus rectas, de conflictos entre planos encontrados, líneas de fuga y ángulos agudos. En este giro hacia la abstracción podemos encontrar, en sus soluciones más radicales y sintéticas, ecos de la pintura de Gunther Gerzso.
Los paisajes también sufren alteraciones. No es la "belleza" del panorama lo que interesa sino la organización interna de la representación, casi podríamos decir su arquitectura. Esto se vuelve patente en los alineamientos simétricos de almiares que dejan cancelados los paisajes rurales y las vistas casi impresionistas de los puentes de París, de los cuales Pedro Diego era aficionado hace unos años. La obsesión naturalista está en proceso de quedar superada en la pintura de Pedro Diego Alvarado, y también el lastre mexicanista que le impedía emanciparse de las tutelas históricas de sus inicios.
Consciente de los avances técnicos de los cuales es capaz, el autor opta hoy por una reflexión compenetrada sobre el lenguaje de la pintura en sus articulaciones internas, sobre la economía de la imagen y sobre la organización estricta de los espacios, sin renunciar a los estímulos visuales y sensoriales que brindan sus temas predilectos. Esta inquietud ya asomaba en algunas obras tempranas de Pedro Diego, especialmente en una serie de principios de los años ochenta (realizada en el taller de Ricardo Martínez), en la que motivos tan triviales como bordes de bastidores apoyados contra la pared traducían interesantes efectos de diagonales, planos y recortes en la superficie de la tela. La búsqueda en este sentido fue suspendida durante años y hoy Pedro Diego la recupera como una alternativa pertinente para la evolución futura de su trabajo.
¿Qué más ha cambiado en la obra de Pedro Diego Alvarado? Sabemos de sobra que su factura siempre ha sido muy cuidadosa y que responde a procedimientos técnicos complejos y sumamente refinados. El modelo fotográfico se mantiene, también el boceto con carboncillo redundado con temple, así como el óleo "rasurado" con navaja para adelgazar la materia y las veladuras que otorgan a sus cuadros un acabado pulcro, impecable. Pero el autor se autoriza algunas licencias, como introducir rugosidades para acentuar las calidades táctiles en la cáscara de un melón, por ejemplo. La paleta, a su vez, se ha oscurecido ligeramente, la luz resulta menos directa y vibrante que en series anteriores, se ha matizado hasta alcanzar una sutileza y un virtuosismo que de pronto impacta, como en aquel conjunto de peras que me evocaron las delicadas naturalezas muertas de Armando Morales. La obra de Pedro Diego Alvarado abreva, con manifiesto deleite, en fuentes del pasado, en tradiciones pictóricas europeas y en viejas vanguardias mexicanas, pero ya se ha encaminado en la renovación de su propio lenguaje y en la resolución de las contradicciones que le son inherentes.
Febrero 2001
Pedro Diego Alvarado es un pintor joven y tradicional. Esto podría ser una contradicción. En su caso, es un deleite. Sus naturalezas muertas, bellas y decorativas, gozan de gran éxito entre los coleccionistas mexicamos. Les llegó la hora de enfrentar al público europeo. Pedro Diego prepara actualmente una exposición que se inaugurará a fin de año en París y que viajará a Alemania y otros países del Viejo Continente. Ahora bien, esta manera de pintar que pertenece al pasado hace parecer a su autor una especie marginal frente a otros pintores contemporáneos, en general más audaces. En estas condiciones, ¿porqué seguir pintando la tradición?
En un principio, "para aprender el oficio" , contesta el artista, nacido en 1956 en la ciudad de México. "Más que pintar la tradición, se trataba de aprender a dibujar del natural. Existe hoy tal libertad en las artes plásticas que resulta muy difícil para un artista empezar de la nada, sin cultura pictórica y sin sin saber bien a bien qué hacer". Por su parte, poseé una sólida formación profesional. Estudió en la Esmeralda y en la Academia de San Carlos en México, y en L 'Ecole des Beaux Arts de París. Pero su verdadero aprendizaje se hizó en contacto directo con artistas veteranos. En París se introdujo en el grupo del fotográfo y dibujante Henri Cartier Bresson, pasó después por el famoso taller de gráfica de Clot, Bramsen et Georges, y fue asistense del pintor nicaragüense Armando Morales. En México fue alumno de los maestros Gilberto Aceves Navarro, Ricardo Martínez y Vlady. Además, Pedro Diego nació con una ventaja que bien hubiera podido convertirse en estigma: su abuelo materno Diego Rivera (1886 -1957), fundador del movimiento muralista mexicano en los años veinte, sigue siendo nuestro mejor pintor cotizado en el mercado internacional. Murió cuando Pedro Diego todavía no cumplía los dos años de edad, pero le heredó el amor por el arte y la obsesión del oficio impecable.
Alvarado creció en una familia de artistas. Su abuela, Lupe Marín, le dió el primer empujón al prestarle un día un ctálogo de su amigo Henri Cartier Bresson. Pedro Diego se alborotó y decidió ser fotógrafo. Pero pronto se dió cuanta que ese no era su camino y empezó a pintar en 1974. Hoy manifiesta un gran dominio de la técnica y ha encontrado un estilo propio.
Le apasionan los juegos de luz. Para restituirlos en sus cuadros, se obliga aun rigor extremo, a constantes ejercicios. Su método de trabajo es algo complejo: en el lienzo de lino, dibuja primero el motivo con carboncillo y luego lo pinta con temple. Aplica en seguida una capa de óleo que completa con discretas pinceladas de color, con el fin de crear efectos de atmósfera. "Limpia" con navaja estas primeras capas de pigmentos. Una última capa de pintura superpuesta con pinceles muy delgaados termina esa factura delicada y sofisticada.
Entonces, ¿es anacrónica la pintura de Pedro Diego Alvarado? No porque al basarse en la línea, preconiza un regreso a las fuentes de dibujo. Ciertamente, él no toma riesgos. Su elección del tema del bodegón fue espontánea, instintiva. Este artista de cultura cosmopolita es un campesino refinado. Le gusta el terruño, goza de las cosas rústicas y esenciales. Para él, las listas para la cosecha poseen la belleza de las formas, y cumplen su promesa de sabores extraños, lo mismo las frutas tropicales, que procuran un placer a la vista y al paladar. Es un hombre sensual, lo que los franceses llaman un bon vivant.
Hay, obviamente, otro factor en su vocación por la naturaleza muerta: la pasión del color. Pedro Diego Alvarado sabe restituir la textura tornasolada de un tapete kilim, la cáscara tersa de un mango, la carne cremosa de una papaya partida. Hace vivir la materia provocando asociaciones intensas y contrastes soleados. Los elementos que integra sus composiciones son los productos que acaba de comprar en el mercado; frutas maduras (plátanos, granadas, guayabas, limones), chiles, maíces, flor de calabaza, nopales.
Los objetos que los acompañan son los enseres de su casa: el mortero, el cuchillo, el florero de porcelana, el guaje laqueado y el petate. Son naturalezas muertas clásicas, con algo más: el acento mexicano. La paleta festiva lo confirma: rojo ladrillo, azul añil, amarillo ácido, verda limón...
La intención de Pedro Diego Alvarado no es hacer folklor, sino pintar atmósferas. Cuando viaja, se lleva su caballete. Según permanezca en París, en Provenza o en Toscana, su interpretación del tema varía. "De la misma manera en que los impresionistas o que Turner pintaron la luz que los rodeaba, yo pinto la luz de mi entorno". De modo que cuando pinta un paisaje de Loire o una vista del Jardín de las Tullerías, se vuelve casi impresionista...en cambio, la luz en México es más cruda, el color vibra más. Cuando pinta bodegones, continúa una vieja tradición mexicana que conoció un auge en el siglo XIX con magníficos pintores pueblerinos como Hermenegildo Bustos y Agustín Arrieta, y culminó en el XX con Rufino Tamayo, María Izquierdo, Frida Kahlo, Olga Costa y Luis García Guerrero, entre muchos otros. Una tradición que rejuvenece hoy con la obra de Pedro Diego Alvarado.