Cambiar de sitio sin cambiar de lugar. Esto es lo que ha hecho, de una manera inesperada, Pedro Diego Alvarado.
En los cuadros que había logrado este pintor era evidente una relación muy fuerte con dos tradiciones: por un lado, con aquella pintura que ve en las proporciones del cuadro una estructura invisible, un tejido esencial que debe permanecer oculto. Si uno ve con cuidado su obra anterior uno puede descubrir una geometría: ángulos, esferas, planos, hasta líneas en fuga ocultas por un sarape o por una mesa o por un cuerpo. Estas formas permanecían sólo como un esqueleto, producían un trazo tan exacto, tan pensado y, al mismo, tan tenue que debía sobrevivir en silencio. Por otro lado, en la pintura de Alvarado podíamos ver una relación intensa con la realidad. La realidad era un ingrediente inmediato y omnipresente. Muy bien podíamos decir que en sus cuadros la representación de las cosas y de los seres pesaba tanto como el plano del dibujo y del color. De este modo, en la obra de Pedro Diego hallábamos paisajes del valle de Oaxaca, un lago con un bosque verde casi negro, floreros con gladiolas, un retrato de una mujer en una concreción irreal, las azoteas antes de llegar a una fábrica. Ver el color y el dibujo representaba el gusto de ver lo que los ojos pueden ver todos los días y las medidas que la mano puede establecer.
Ahora, en esta nueva colección, casi de un modo imperceptible hay, contradictoriamente, un cambio brutal. En estos cuadros la realidad es, como en los cuadros anteriores, una dimensión avasallante; asimismo no cabe ningua duda de que el control de las proporciones está calculado de manera general y paso a paso, en el detalle, con una red cuadriculada, pero hay también una gran diferencia: la realidad está deliberadamente fragmentada y las porporciones han camenzado a convertirse en un tejido exterior, en nudos que podemos mirar y descifrar. En esta nueva colección observamos calabazas, sandías, papayas, piñas, manzanas, plátanos en canastas, peras conviviendo con granadas, duraznos junto a naranjas, cajas de mamey y cajas de limones pegaditas, todo apuntando hacia una división y al mismo tiempo hacia una visión aumentada en una especie de superrealismo. Lo que vemos se nos rompe en las narices y se nos viene encima. Todas esas formas de la realidad son el tema principal y son, a la vez, un pretexto.
En estas pinturas, Alvarado ha inventado un extraño ritmo entre entre lo pequeño y lo grande y entre lo que aumenta y disminuye. El formato que Pedro Diego Alvarado ha escogido para llevar a cabo esta operación es un cuadrado perfecto. Un formato que tantas veces funciona mal, a Pedro Diego Alvarado le ha permitido realizar un corte o un recorte verdadero sobre una materia que con frecuencia suena aburrida y nos entrega visiones vulgares y que en el caso de él nos produce una sensación refrescante que nos despierta. En estos rectángulos perfectos, Alvarado hizo a un lado, como quien despeja una mesa, los lugares comunes de la naturaleza muerta y de los paisajes y ha logrado encontrar no sólo una comunicación entre la tradición y la modernidad sino ³lo que parece una irrupción² un lenguaje propio. Basta con mirar el increíble díptico de los nopales para darse cuenta de que en estos cuadros hay algo inquietante y de verdad nuevo. Es la realidad que conocemos, pero es la realidad que no conocemos. Se nos viene encima y la podemos atrapar. Estamos parados en el mismo sitio y, a la vez, en otro lugar.