Desde sus más antiguos registros, la naturaleza muerta ha sido fuente de conflicto para los historiadores de arte. Más allá de su presentación o su representación, estos conjuntos de objetos cotidianos continúan inquietando a los espectadores, impidiéndoles ponerse de acuerdo en el establecimiento de un código para entender este sencillo pero engañoso género. A fin de cuentas, ya sea por malentendidos o por ignorancia, la naturaleza muerta ha terminado siendo marginada y relegada al nivel más bajo del arte.

Xenia, como se le llamaba a este género en la antigüedad, se refería a aquellos objetos puestos aparte para ofrecer una particular forma de generosidad a los comensales. Plinio el viejo, registró de manera dramática las primeras descripciones que tenemos sobre el tema: “higos morados escurriendo jugo, apilados en hojas de parra, captados con fisuras en la piel, algunos a punto de romperse para derramar su miel, algunos se desgajan de tan maduros…”

Pitayas de Cuautla, 2005, óleo/lino 85 x 120 cmIndirectamente, la Iglesia propició la generación del concepto de naturaleza muerta durante la Edad Media. Hasta antes de la devastadora peste, “la muerte negra”, nadie había cuestionado la condena de la iglesia hacia el amor por los objetos que distraía del amor a Dios. Pero observar la brutal destrucción causada por la plaga bubónica, nos hizo reconsiderar la fe en la vida eterna. A esta nueva ansia por apegarse a lo temporal se le llamó vanitas y dio paso al nacimiento, en la segunda mitad del siglo XV en Italia, del acto de pintar naturalezas muertas. Empezó con la incorporación de elementos aislados en los retratos de santos, particularmente de San Jerónimo: un memento mori, representado por un cráneo o un reloj de arena en su escritorio, como reflexión sobre la brevedad de la vida. Al principio, las composiciones de la naturaleza muerta se centraban únicamente en grupos de objetos simbólicos que nos recordaban que la vida, tan valiosa como precaria, esconde a la muerte en todo sus rincones. Conforme el género se fue expandiendo, también la confusión sobre su significado se generalizó. Los franceses le llamaron nature morte, que quiere decir naturaleza muerta, un nombre inapropiado, pues la naturaleza está asociada con la vida. El término alemán era Still-Leben, es decir, naturaleza quieta, porque el sujeto no se mueve.

México, bajo la influencia española, se refirió a la naturaleza muerta como bodegón ya que retrataba objetos de las alacenas de las cocinas, lugares considerados tradicionalmente como parte del espacio femenino. Durante el siglo XX, tres pintoras mexicanas contribuyeron de manera radical al género siempre en expansión. Sin mirar atrás, cada una de estas artistas, muy diferentes entre sí, se alejaron del hogar, el espacio femenino, para explorar un lugar propio. Frida Kahlo (1907-1954) para explorarlo desde su espacio interno; María Izquierdo (1902-1955) para recrearlo como retrato y paisaje y más recientemente, Olga Dondé (1935-2004), para conquistar las regiones asociadas con los hombres.

Todo este bagaje histórico es útil para entender las no tan muertas naturalezas de Pedro Diego Alvarado, que, reestructurando el significado tradicional de la naturaleza muerta y el concepto de espacio personal, se erigen como visualizaciones del continuum espacio-tiempo. Más que ofrecer meditaciones filosóficas sobre la brevedad de la vida, él reflexiona sobre su propia mortandad, explorando directamente una inquietud personal frente al peligro y su necesidad de escudarse ante la amenazadora destrucción. Cuando se analizan como un grupo, uno no puede evitar la identificación de un hilo conductor que las une y sentir una empatía con sus miedos y también conPlátanos varios 1, 2005, óleo/lino 97 x 145 cm la manera en cómo confronta el conflicto. Por encima de todo, las naturalezas muertas de Alvarado hablan del valor, una recalcitrante determinación contra la derrota; no será sometido, tampoco capitulará ante la adversidad. Silenciosamente, repiten el mantra: “el miedo debe ser mirado de frente… el miedo debe ser mirado de frente…” Mientras tanto, subliminalmente, su inquietud impregna el trabajo con un contenido emocional y con una obsesión por establecer una cómoda distancia entre él mismo y su tema que se transfiere en cada trabajo. Uno hasta podría interpretar su necesidad por fotografiar la composición antes de pintarla como un mecanismo protector que permanece una vez removida de su intimidante inmediatez.

Aunque la ausencia de la figura humana es una característica de la naturaleza muerta, Alvarado se las arregla para proyectar actitudes personales en sus cuadros, tanto directamente incluyendo objetos que le pertenecen, tanto como en sus arreglos de frutas y verduras. En Tunas Grandes (2005) una mezcla de tunas color ciruela, verde sapo, verde-amarillas o café con manchas amarillas provienen de diferentes nopales. Invitando al tacto, sus brillantes y pulidas superficies contrastan con sus secos y duros extremos que alguna vez las unieran con la planta dadora de vida. Su engañoso brillo desmiente su suavidad que atrae, haciéndonos olvidar que microscópicas espinas picarán por todos lados hasta al más cuidadoso. Si en Tunas Grandes (2005) Alvarado considera la tentación pero es alejado por el peligro, en Mandarinas (2005) se abandona a los deseos terrenales. Seducido por su promesa de Ambrosía, Alvarado retrata treinta y tres perfectas, maravillosas y deseables mandarinas. Algunas están todavía conectadas a los tallos secos con hojas aún verdes que las ligaban al árbol que las nutría. Su luminoso arreglo que revela cada curva y el rango de quieta maduración de los colores juega con los sentidos del observador haciéndole imposible elegir unas sobre otras. Pintadas fastuosamente y más grandes de lo que en realidad son, su distancia es impactante. Están tan cerca del que mira porque para Alvarado su inmediatez es más grande que la vida; él sueña con perderse en su promesa de luz, tal vez en el néctar que apenas disimulan. Uno desearía tocarlas también pero no puede, porque ultimadamente, son irreales, un espejismo que existe en otra región: en el umbral de su necesidad. En Plátanos (2005) un opaco halo delinea una vorágine de plátanos enracimados en varios estados de maduración, sus duras puntas negras apuntando hacia el espectador desde todos los ángulos. Como combatientes recién salidos de la guerra, cada uno lleva heridas en su piel. Naturaleza muerta con Pescados, Limones y Verduras (2005), la naturaleza muerta de caballete más grande de Alvarado y la más cercana a una tradicional, es tan monumental en su propósito como en su talla. Los objetos del fondo descansan en el mismo Kilim Afgano que aparece en trabajos previos, los de enfrente en hojas de plátano. Luego de recorrer la composición, nuestros ojos se detienen en el centro, donde un cuchillo de cocina, descansando en uno de sus lados, se alza entre dos platos irregulares de Talavera que contienen pescados y tomates frescos. Cada uno de estos sensuales elementos es subyugado por el poder del cuchillo: el efecto de su filosa hoja alerta al espectador. La cabeza de un pescado está separada de su cuerpo; de cinco pimientos amarillos, verdes y rojos acunados en un plato más pequeño, los rojos están partidos por la mitad, exponiendo sus semillas y corazones rebanados; y de nueve cebollas en el centro, la morada, también partida por la mitad queda apenas unida. Anillos alternados de color púrpura y blanco se miran en espejo y rodean de manera protectora el corazón de esta cebolla que está dividida transversalmente de arriba abajo. El pescado, referencia de la muerte y de la trascendencia, nos hace evocar una interpretación tradicional de la naturaleza muerta. En el simbolismo cristiano, las iniciales de la palabra griega pescado, IXOIC, formaban un acróstico que sería leído como “Jesucristo, hijo de Dios el Salvador”, de ahí que en las representaciones antiguas de la Última Cena, un pescado representaba a Cristo.

Naturaleza quieta con calabaza, 2005, óleo/lino 65 x 100 cmComo una tregua a sus naturalezas muertas, Alvarado alcanza lo sublime pintando paisajes en donde la distancia no es ya una preocupación sino una promesa de resguardo. Los primeros artistas de pinturas topográficas, atraídos por los jardines, erraban por el campo buscando lugares estratégicos en los cuales capturar una sensación de emanación de serenidad. En este sentido, los de Alvarado están concebidos como paisajes tradicionales en los que el artista buscaba vistas sólo por su belleza. En la panorámica La Toscana al Sur de Siena (2005) el sol cenital ilumina pedazos de cielo índigo y blanco. Un aire frío se alcanza a sentir a pesar de la luz que se desborda constante sobre la escena armada cuidadosamente: una extensión aterciopelada de campo en espectro gris-tierra, a veces separada por arbustos, espera ser sembrada. En la lejanía de la izquierda, apenas visible, una mansión de dos pisos se alza al interior de un jardín cerrado y en el centro derecho inferior, un camino serpenteante se dirige hacia una morada más grande pero humilde. Una pared de árboles color verde primavera atraviesa de izquierda a derecha el alargado paisaje, dividiendo la escena en dos. De un verde anhelante, los campos en Viñedos de San Lorenzo (2005) están divididos por un camino color terracota que va de la esquina inferior derecha de la pintura hasta el campo sembrado al pie de las montañas. Nubes de ventisca, oscuras y cargadas de lluvia pueblan el cielo índigo manchado de blanco volviéndolo gris y proyectando sombras sobre los montes morado-olivo, un puente entre el cielo y la tierra.

La actitud de Pedro Diego Alvarado con respecto a la naturaleza provee la dicotomía que alimenta su pintura. Los dos estados emocionales contradictorios – inquietud y serenidad – forman un lazo invisible que engancha a los espectadores en la pregunta sobre su significado. La atención se alterna interminablemente, haciéndonos incapaces de acomodarnos en alguna parte entre estas dos lecturas paralelas. Pedro Diego Alvarado, al no darnos claves discernibles, sustenta su secreto.


Octubre 2005
Traducción Carla Faesler

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