Desde sus más antiguos registros, la naturaleza muerta
ha sido fuente de conflicto para los historiadores de arte.
Más allá de su presentación o su representación,
estos conjuntos de objetos cotidianos
continúan inquietando a los espectadores, impidiéndoles
ponerse de acuerdo en el establecimiento de un código
para entender este sencillo pero engañoso género.
A fin de cuentas, ya sea por malentendidos o por ignorancia,
la naturaleza muerta ha terminado siendo marginada y relegada
al nivel más bajo del arte.
Xenia, como se le llamaba a este género en la antigüedad,
se refería a aquellos objetos puestos aparte para ofrecer
una particular forma de generosidad a los comensales. Plinio
el viejo, registró de manera dramática las primeras
descripciones que tenemos sobre el tema: “higos morados
escurriendo jugo, apilados en hojas de parra, captados con fisuras
en la piel, algunos a punto de romperse para derramar su miel,
algunos se desgajan de tan maduros…”
Indirectamente,
la Iglesia propició la generación del concepto
de naturaleza muerta durante la Edad Media. Hasta antes de la
devastadora peste, “la muerte negra”, nadie había
cuestionado la condena de la iglesia hacia el amor por los objetos
que distraía del amor a Dios. Pero observar la brutal
destrucción causada por la plaga bubónica, nos
hizo reconsiderar la fe en la vida eterna. A esta nueva ansia
por apegarse a lo temporal se le llamó vanitas y dio
paso al nacimiento, en la segunda mitad del siglo XV en Italia,
del acto de pintar naturalezas muertas. Empezó con la
incorporación de elementos aislados en los retratos de
santos, particularmente de San Jerónimo: un memento mori,
representado por un cráneo o un reloj de arena en su
escritorio, como reflexión sobre la brevedad de la vida.
Al principio, las composiciones de la naturaleza muerta se centraban
únicamente en grupos de objetos simbólicos que
nos recordaban que la vida, tan valiosa como precaria, esconde
a la muerte en todo sus rincones. Conforme el género
se fue expandiendo, también la confusión sobre
su significado se generalizó. Los franceses le llamaron
nature morte, que quiere decir naturaleza muerta, un nombre
inapropiado, pues la naturaleza está asociada con la
vida. El término alemán era Still-Leben, es decir,
naturaleza quieta, porque el sujeto no se mueve.
México, bajo la influencia española, se refirió
a la naturaleza muerta como bodegón ya que retrataba
objetos de las alacenas de las cocinas, lugares considerados
tradicionalmente como parte del espacio femenino. Durante el
siglo XX, tres pintoras mexicanas contribuyeron de manera radical
al género siempre en expansión. Sin mirar atrás,
cada una de estas artistas, muy diferentes entre sí,
se alejaron del hogar, el espacio femenino, para explorar un
lugar propio. Frida Kahlo (1907-1954) para explorarlo desde
su espacio interno; María Izquierdo (1902-1955) para
recrearlo como retrato y paisaje y más recientemente,
Olga Dondé (1935-2004), para conquistar las regiones
asociadas con los hombres.
Todo este bagaje histórico es útil para entender
las no tan muertas naturalezas de Pedro Diego Alvarado, que,
reestructurando el significado tradicional de la naturaleza
muerta y el concepto de espacio personal, se erigen como visualizaciones
del continuum espacio-tiempo. Más que ofrecer meditaciones
filosóficas sobre la brevedad de la vida, él reflexiona
sobre su propia mortandad, explorando directamente una inquietud
personal frente al peligro y su necesidad de escudarse ante
la amenazadora destrucción. Cuando se analizan como un
grupo, uno no puede evitar la identificación de un hilo
conductor que las une y sentir una empatía con sus miedos
y también con la manera en cómo confronta el conflicto. Por encima
de todo, las naturalezas muertas de Alvarado hablan del valor,
una recalcitrante determinación contra la derrota; no
será sometido, tampoco capitulará ante la adversidad.
Silenciosamente, repiten el mantra: “el miedo debe ser
mirado de frente… el miedo debe ser mirado de frente…”
Mientras tanto, subliminalmente, su inquietud impregna el trabajo
con un contenido emocional y con una obsesión por establecer
una cómoda distancia entre él mismo y su tema
que se transfiere en cada trabajo. Uno hasta podría interpretar
su necesidad por fotografiar la composición antes de
pintarla como un mecanismo protector que permanece una vez removida
de su intimidante inmediatez.
Aunque la ausencia de la figura humana es una característica
de la naturaleza muerta, Alvarado se las arregla para proyectar
actitudes personales en sus cuadros, tanto directamente incluyendo
objetos que le pertenecen, tanto como en sus arreglos de frutas
y verduras. En Tunas Grandes (2005) una mezcla de tunas color
ciruela, verde sapo, verde-amarillas o café con manchas
amarillas provienen de diferentes nopales. Invitando al tacto,
sus brillantes y pulidas superficies contrastan con sus secos
y duros extremos que alguna vez las unieran con la planta dadora
de vida. Su engañoso brillo desmiente su suavidad que
atrae, haciéndonos olvidar que microscópicas espinas
picarán por todos lados hasta al más cuidadoso.
Si en Tunas Grandes (2005) Alvarado considera la tentación
pero es alejado por el peligro, en Mandarinas (2005) se abandona
a los deseos terrenales. Seducido por su promesa de Ambrosía,
Alvarado retrata treinta y tres perfectas, maravillosas y deseables
mandarinas. Algunas están todavía conectadas a
los tallos secos con hojas aún verdes que las ligaban
al árbol que las nutría. Su luminoso arreglo que
revela cada curva y el rango de quieta maduración de
los colores juega con los sentidos del observador haciéndole
imposible elegir unas sobre otras. Pintadas fastuosamente y
más grandes de lo que en realidad son, su distancia es
impactante. Están tan cerca del que mira porque para
Alvarado su inmediatez es más grande que la vida; él
sueña con perderse en su promesa de luz, tal vez en el
néctar que apenas disimulan. Uno desearía tocarlas
también pero no puede, porque ultimadamente, son irreales,
un espejismo que existe en otra región: en el umbral
de su necesidad. En Plátanos (2005) un opaco halo delinea
una vorágine de plátanos enracimados en varios
estados de maduración, sus duras puntas negras apuntando
hacia el espectador desde todos los ángulos. Como combatientes
recién salidos de la guerra, cada uno lleva heridas en
su piel. Naturaleza muerta con Pescados, Limones y Verduras
(2005), la naturaleza muerta de caballete más grande
de Alvarado y la más cercana a una tradicional, es tan
monumental en su propósito como en su talla. Los objetos
del fondo descansan en el mismo Kilim Afgano que aparece en
trabajos previos, los de enfrente en hojas de plátano.
Luego de recorrer la composición, nuestros ojos se detienen
en el centro, donde un cuchillo de cocina, descansando en uno
de sus lados, se alza entre dos platos irregulares de Talavera
que contienen pescados y tomates frescos. Cada uno de estos
sensuales elementos es subyugado por el poder del cuchillo:
el efecto de su filosa hoja alerta al espectador. La cabeza
de un pescado está separada de su cuerpo; de cinco pimientos
amarillos, verdes y rojos acunados en un plato más pequeño,
los rojos están partidos por la mitad, exponiendo sus
semillas y corazones rebanados; y de nueve cebollas en el centro,
la morada, también partida por la mitad queda apenas
unida. Anillos alternados de color púrpura y blanco se
miran en espejo y rodean de manera protectora el corazón
de esta cebolla que está dividida transversalmente de
arriba abajo. El pescado, referencia de la muerte y de la trascendencia,
nos hace evocar una interpretación tradicional de la
naturaleza muerta. En el simbolismo cristiano, las iniciales
de la palabra griega pescado, IXOIC, formaban un acróstico
que sería leído como “Jesucristo, hijo de
Dios el Salvador”, de ahí que en las representaciones
antiguas de la Última Cena, un pescado representaba a
Cristo.
Como
una tregua a sus naturalezas muertas, Alvarado alcanza lo sublime
pintando paisajes en donde la distancia no es ya una preocupación
sino una promesa de resguardo. Los primeros artistas de pinturas
topográficas, atraídos por los jardines, erraban
por el campo buscando lugares estratégicos en los cuales
capturar una sensación de emanación de serenidad.
En este sentido, los de Alvarado están concebidos como
paisajes tradicionales en los que el artista buscaba vistas
sólo por su belleza. En la panorámica La Toscana
al Sur de Siena (2005) el sol cenital ilumina pedazos de cielo
índigo y blanco. Un aire frío se alcanza a sentir
a pesar de la luz que se desborda constante sobre la escena
armada cuidadosamente: una extensión aterciopelada de
campo en espectro gris-tierra, a veces separada por arbustos,
espera ser sembrada. En la lejanía de la izquierda, apenas
visible, una mansión de dos pisos se alza al interior
de un jardín cerrado y en el centro derecho inferior,
un camino serpenteante se dirige hacia una morada más
grande pero humilde. Una pared de árboles color verde
primavera atraviesa de izquierda a derecha el alargado paisaje,
dividiendo la escena en dos. De un verde anhelante, los campos
en Viñedos de San Lorenzo (2005) están divididos
por un camino color terracota que va de la esquina inferior
derecha de la pintura hasta el campo sembrado al pie de las
montañas. Nubes de ventisca, oscuras y cargadas de lluvia
pueblan el cielo índigo manchado de blanco volviéndolo
gris y proyectando sombras sobre los montes morado-olivo, un
puente entre el cielo y la tierra.
La actitud de Pedro Diego Alvarado con respecto a la naturaleza
provee la dicotomía que alimenta su pintura. Los dos
estados emocionales contradictorios – inquietud y serenidad
– forman un lazo invisible que engancha a los espectadores
en la pregunta sobre su significado. La atención se alterna
interminablemente, haciéndonos incapaces de acomodarnos
en alguna parte entre estas dos lecturas paralelas. Pedro Diego
Alvarado, al no darnos claves discernibles, sustenta su secreto.